Una de las piedras del castillo le había llamado especialmente la atención
en la primera visita que, casualmente, hizo a la villa medieval. Viajaba en esa
ocasión con mochila a espalda y pantalón corto, el cassette en la mano y los
amigos armando gran revuelo, cuando decidieron entrar a correr la aventura del
castillo, a imaginar torneos medievales y doncellas con puntiagudo gorro de
hada.
Fue entonces cuando la piedra, la enorme piedra que junto a otras más
configuraba esa armadura resto de la cultura medieval, atrajo su mirada y le
obligó a evadirse de carreras y recuerdos. Por un momento le pareció observar
sobre ella la sombra fantasmal de esa doncella imaginaria sobre la que momentos
antes habían bromeado. La expresión era triste, lejana, implorante, como
llamándole en la lejanía.
Se la quitó de delante con un simple restregar de ojos y unas gafas de sol y
decidió olvidarse de la imagen y dejar por un rato la cerveza, sin embargo no
pudo evitar los sueños de la siguiente semana, noche tras noche, ella abría
los brazos y le llamaba, siempre estática y distante, y él se acercaba sin
llegar nunca a alcanzarla.
En vista de semejante fijación y de las ojeras que iban siendo bien
visibles, decidió volver a aquella villa medieval en sábado, dispuesto de una
vez y para siempre a quitarse de la mente tan absurda idea. Recorrió con
impaciencia el camino de curvas pronunciadas y se plantó, contra su costumbre,
a una hora temprana en la entrada del castillo. Estaba totalmente convencido de
no saber ahora cuál de aquellas piedras le había quitado el sueño durante
cinco largos días y así, sin más preámbulos, marcharse feliz a echar la
siesta y recobrar fuerzas para pasar un gran fin de semana con las trasnochadas
oportunas.
Sin embargo, nada más entrar en el patio desierto y frío, un impulso le
hizo fijar los ojos en un único punto de entre los muchos que podría haber
escogido. Y allí estaba ella, piedra o doncella, llamándome entre dulce e
imperativa, exigiéndole acercarse poco a poco, contra su voluntad incluso.
Fue algo irrefrenable el volver, semana tras semana. Pronto los sábados
parecieron quedar cada vez más lejanos y comenzó a faltar a su trabajo,
primero un día, luego dos, por último cada nueva jornada. Dejó de dormir,
decidió trasladarse lo más cerca posible de los muros del castillo y de su
piedra, porque ya era suya.
Y a medida que pasaban las jornadas se volvía más delgado, más y más
desencajados los ojos de las órbitas, más y más irascible sus pocas palabras
con los parroquianos del lugar. Hasta que una noche sin nadie saber como,
desapareció y quedó sobre la piedra una veta nueva y extraña, como otras que,
si alguien se fijara con atención, la diferenciaría del resto de las que
conformaban el esqueleto de la antigua fortaleza.
Meses más tarde, un escritor interesado en leyendas medievales acudió a
visitar el mismo castillo. Había encontrado un viejo escrito que hablaba de una
doncella emparedada entre sus rocas y quería inspirarse en el mismo lugar de la
tragedia para relatar una nueva historia imaginaria.
En la primera visita se fijó sin saber por qué, en una de las piedras del
lugar, le pareció ver entre los rayos del sol la sombra fantasmal de una joven
con mirada triste, lejana pero increíblemente atractiva, irresistiblemente
poderosa. Se frotó los ojos y decidió no comentar el hecho para que no le
consideraran loco.
Pasó la semana en blanco, absorto en el recuerdo y decidió volver de nuevo,
mas tarde a pasar algunos días junto a la muralla del castillo, y después de
esta decisión, pasado un tiempo, nadie le volvió a ver.
Nuria Navarrete